El amor consciente (*) por John Welwodd

 

Generalmente, solemos considerar que las relaciones íntimas son adecuadas cuando satisfacen nuestras necesidades de amis­tad, seguridad, sexo y autoestima. Sin embargo, si aspiramos a convertir nuestras relaciones en un sendero —en un sendero sa­grado— nos veremos obligados a ampliar nuestra perspectiva y a asumir una visión más comprehensiva que, incluyendo todas esas necesidades, no se halle, sin embargo, circunscrito a ellas. Nuestro tema tiene que ver con el cultivo del amor consciente, de ese amor que puede inspirar el desarrollo de una conciencia más expandida y la evolución de las personas implicadas.

Sin embargo, no debemos mostramos demasiado idealistas porque las relaciones íntimas nunca funcionan a un solo ni­vel. Vivimos simultáneamente en diferentes niveles y cada uno de ellos tiene sus propias necesidades concretas.

Niveles de conexión

El vínculo más primario que podemos encontrar en la pareja es la necesidad de una fusión simbiótica originada en el deseo de alcanzar el alimento emocional del que carecimos en nuestra infancia. Obviamente, esto es algo por lo que atravie­san muchas parejas que, cuando acaban de conocerse, atra­viesan una fase simbiótica que les lleva a cortar temporal­mente otras actividades o amistades y a pasar la mayor parte del tiempo juntos. El estadio simbiótico de una relación pue­de así contribuir a que ambas personas lleguen a establecer un profundo vínculo emocional. No obstante, si la simbiosis se convierte en la principal motivación de la relación o si perdura demasiado tiempo, termina convirtiéndose en un factor limi­tador que establece una dinámica paterno-filial que limita el rango de expresión e interacción de ambas personas, destruye los roles masculino y femenino de la relación y termina cre­ando pautas de comportamiento adictivas.

Más allá de la necesidad primitiva de fusión simbiótica, el deseo fundamental que aparece en una relación es el del compañerismo, un deseo que puede asumir formas más o menos sofisticadas. El compañerismo constituye un ingrediente esen­cial de toda relación pero ciertas personas, sin embargo, pa­recen no desear nada más de su pareja.

Otro nivel posterior de relación es el que se establece en el caso de que los amantes no sólo compartan las actividades y la compañía del otro sino que también tengan intereses, obje­tivos y valores parecidos. Así pues, cuando una pareja co­mienza a crear un mundo común podemos afirmar que ambos se adentran en el nivel de la comunidad, un tipo de relación que, al igual que el compañerismo, constituye una forma te­rrenal y concreta de relación.

Sin embargo, más allá del hecho de participar de los mis­mos valores e intereses del otro, se encuentra el nivel de la comunicación, un nivel en el que somos capaces de compartir todo aquello que ocurre en nuestro interior, es decir, todos nuestros pensamientos, expectativas, experiencias y senti­mientos. Establecer una buena comunicación es una tarea mucho más difícil que tratar simplemente de crear una situación de compañerismo o de comunidad. Este nivel requiere que cada miembro de la pareja sea totalmente sincero al expresar lo que ocurre en su interior y tenga el valor suficiente como para superar los inevitables obstáculos que aparecen ante cual­quier intento de compartir dos verdades diferentes. La buena comunicación es, con toda certeza, el elemento más impor­tante de cualquier relación cotidiana sana.

Un nivel todavía más desarrollado de la comunicación es la comunión. Más allá del hecho de compartir los pensamien­tos y los sentimientos existe el reconocimiento profundo del ser de otra persona, un reconocimiento que suele descubrirse en el silencio, tal vez mientras miramos a los ojos de nuestra pareja, estamos haciendo el amor, paseando por el bosque o es­cuchando música. Es como si, de pronto, nos sintiéramos per­cibidos y conmovidos en aquel núcleo profundo del ser que trasciende a la personalidad. Seguimos siendo plenamente no­sotros mismos pero, al mismo tiempo, estamos completamen­te en contacto con nuestra pareja. Este tipo de relación es tan extraño y sorprendente que no suele pasar desapercibido. Por otra parte, aunque la comunicación pueda ser fruto de un tra­bajo deliberado, la comunión, por su parte, es completamen­te espontánea y se encuentra más allá de nuestra voluntad. La comunicación y la comunión son formas de intimidad más profundas y sutiles que la compañía y la comunidad y tienen lugar, respectivamente, en el nivel de la razón y en el del co­razón.

La profunda intimidad de la comunión puede alimentar el anhelo a superar completamente la dualidad, una aspiración, en definitiva, por lograr la unión completa con la persona ama­da. No obstante, aunque este anhelo expresa una necesidad auténticamente humana, se dirige, en realidad, hacia lo infinito, lo absoluto y lo divino. Pero cuando este deseo de unión de­finitiva permanece ligado a una relación concreta suele ter­minar creando problemas y reduciendo nuestra aspiración por la realización espiritual a la idealización, la inflación, la adic­ción y la muerte. La forma más adecuada de orientar nuestra aspiración hacia la unión consiste en una práctica espiritual auténtica – como la meditación, por ejemplo – que nos enseñe a ir más allá de la mente dicotómica en todas las áreas de nues­tra existencia. Así pues, aunque apunten en esa dirección, las relaciones íntimas pueden alentar este tipo de práctica pero jamás pueden llegar a sustituirla.

Toda relación tiene áreas, más o menos intensas, a lo largo de este continuo de conexión. Las parejas que comparten una relación profunda de ser a ser, que mantienen un buen nivel de comunicación, que tienen intereses y valores comu­nes y que disfrutan naturalmente de la compañía del otro, lo­gran establecer un equilibrio ideal entre el cielo y la tierra, por así decirlo. (La sexualidad, por su parte, puede operar en cual­quiera de estos niveles: como una forma de unión simbióti­ca, como compañía corporal, como un ejercicio compartido, como una forma de comunicación o como una comunión pro­funda.)

El amor consciente sólo aparece cuando ambas personas logran establecer una comunión esencial que trasciende a la personalidad. En esos momentos de comunión, estamos si­multáneamente en contacto con nuestra propia esencia y con la esencia de nuestra pareja y, sin embargo, seguimos siendo individualidades separadas. Por más próximos que nos halle­mos nunca podremos llegar a compartir plenamente nuestros mundos ni a saber del todo cómo son las cosas para la otra per­sona. Así pues, aunque podamos compartir ciertos momentos fugaces de unidad en los que nuestra esencia permanece en contacto, la unión completa siempre estará fuera de nuestro alcance.

Ahora bien, no existe modo alguno de retener a otra per­sona ni de poder utilizar la relación como una forma de esca­par de la soledad. Nuestra pareja es sólo un préstamo tempo­ral que nos concede el universo, un préstamo que ignoramos cuándo se nos reclamará. En el fondo de la devoción a otra per­sona anida la dulce y melancólica plenitud de un corazón que sólo anhela desbordarse.

La soledad es, a fin de cuentas, lo que nos impulsa a salir de nosotros mismos. Por consiguiente, no es necesario que nos aislemos porque la soledad, como simple presencia, es lo que compartimos con todas las criaturas de la tierra, es el trasfon­do del que brotan todos los tesoros: un anhelo desbordante que nos hace salir de nosotros mismos, escribir un poema, componer una canción o crear algo hermoso.

Cuando valoramos nuestra soledad podemos ser nosotros mismos y entregarnos más plenamente. Entonces ya no ne­cesitaremos que los demás nos protejan o nos hagan sentir bien sino que, en lugar de eso, estaremos en condiciones de ayudarles para que sean ellos mismos. El amor consciente sólo puede brotar como el fruto maduro de un corazón herido.

Todas las tradiciones espirituales coinciden en afirmar que la persecución exclusiva de nuestra propia felicidad no con­duce a la verdadera satisfacción porque los deseos persona­les se multiplican de continuo generando nuevas frustracio­nes. La verdadera felicidad —la que nadie puede arrebatamos— emana de la apertura de nuestro corazón, de su proyección hacia el mundo que nos rodea y se complace con el bienes­tar de nuestros semejantes. Si queremos preocupamos por el desarrollo y la evolución de las personas a las que amamos es necesario poner en funcionamiento las capacidades más profundas de nuestro ser y evolucionar nosotros mismos. La evolución exige la puesta en marcha de todas nuestras cuali­dades.

Así pues, todas las dificultades propias de las relaciones constituyen, en realidad, una oportunidad excepcional: descu­brir el camino sagrado del amor cuya llamada nos alienta a cultivar la plenitud y la profundidad de nuestro ser.

La otra orilla del amor

El logro más elevado del amor, el amor consciente, enca­mina a los amantes más allá de sí mismos y les lleva a co­nectar plenamente con la totalidad de la vida. En realidad, el verdadero amor carecerá de espacio para desarrollarse hasta el momento en que se proyecte hacia el exterior. El punto más elevado de la relación amorosa apunta al logro de un senti­miento de hermandad con toda forma de vida, lo que Teilhard de Chardin denominaba «amor por el universo». Sólo de este modo podrá el amor – como afirmaba Teilhard – «convertirse en luz y poder ilimitados».

El sendero del amor se propaga en círculos. Comienza en el hogar —encontrando nuestro sitio, haciéndonos amigos de nosotros mismos y descubriendo que, bajo la confusión y el en­gaño de nuestro propio egoísmo, se esconde la riqueza intrín­seca de nuestro ser—. Cuando llegamos a establecer contacto con esta plenitud fundamental que anida en nuestro interior descubrimos que tenemos mucho más que ofrecer a nuestra pareja de lo que anteriormente imaginábamos.

Cuando dos personas se preocupan por el desarrollo de la conciencia y el espíritu de su pareja tienden naturalmente a compartir su amor con los demás. Y, de este modo, las nuevas cualidades emergentes —la generosidad, el coraje, la compasión y la sabiduría, por ejemplo- se extienden más allá del círculo de su propia relación. Estas relaciones son el «hijo espiritual» de la pareja, lo que su unión puede ofrecer al mundo. Una pa­reja florecerá, pues, cuando su visión y su actividad no se cen­tren exclusivamente en ellos mismos sino, por el contrario, cuando sean capaces también de incluir a la comunidad de la que participan.

Pero, como señala Teilhard de Chardin, el amor entre dos personas puede expandirse todavía más. Cuanto más profun­da y apasionadamente se ame una pareja mayor será su preo­cupación por el estado del mundo en el que viven, más co­nectados estarán con el planeta y, en consecuencia, se ocupa­rán de cuidar del mundo y de todos los seres que necesiten su ayuda. El logro máximo y la más plena expresión del amor se alcanza cuando éste llega a abarcar a toda la creación enri­queciendo y fortaleciendo entonces, a su vez, la vida de la pa­reja. Este es el gran amor y el gran camino que nos conduce hasta el mismo corazón del universo.

Extraído de “Más allá del ego”. Ed. Kairós