Todo pulsa instante tras instante. Todo fluye en relación. La armonía se expande naturalmente y en cualquier rincón estamos capacitados para observar cómo esta verdad se hace única. Tener la oportunidad de abrirnos a la vida en esa contemplación inaudita de lo eterno y hacerlo en la intimidad del corazón, compartiendo este camino con otros compañeros, es una bendición tremenda. ¡Qué dicha este transitar al sentirnos vivos en cada inspiración y en cada espiración! Este es el Dharma de la talidad.

Cuando nos recogemos en el silencio luminoso de la meditación, nos abrimos a una vivencia que no puede ser catalogada con conceptos, ideas o ficciones pretendidas. La práctica es una invitación a sentir la sonoridad de lo auténtico. En una postura firmemente enraizada en la tierra, con la ternura y la suavidad dándose al mismo tiempo, acontece la postura noble y enérgica mediante la cual la respiración fluye de forma tranquila y generosa. De esta manera, la estabilidad y la presencia te van envolviendo con dulzura y, a través de ella, contemplas con gozo y ecuanimidad la vivencia de lo Real.

Los centros de práctica recogen este legado. Son espacios donde el lenguaje de lo sagrado se hace visible, lugares de culto donde se realiza la Vía, esto es, rincones que ofrecen condiciones favorables para que se produzca la apertura al aprendizaje y al autoconocimiento. Los centros de meditación son un buen referente que muestran cómo estamos y nos sentimos. En ocasiones, atravesamos la ciudad para ir a sentarnos en compañía, si bien pareciera que acudimos a la llamada de lo interno con precipitación, haciéndolo desde la prisa, llevados por el fuego de la ansiedad y nos peleamos con el tráfico urbano, con el no llego a tiempo o con el y si no encuentro aparcamiento.

Sin embargo, una vez que estás establecido en la postura, sentado sin apenas darte cuenta, bien enraizado entre el cielo y la tierra, observando el ritmo de la vida, el clamor de la ciudad con todos los ruidos que conlleva, poco a poco te relajas, concentras, abres y observas de manera receptiva. Todo se va ordenando y permaneces asentado en un profundo silencio sonoro. En ese instante eterno reposas sobre una quietud diamantina. Desde ahí te observas de nuevo.  Ahora tienes una perspectiva de cómo fue el impulso que te acercó al momento presente y brota un sentimiento de serena alegría que fructificará en forma de conciencia en un futuro aún por venir. Todo se funde en un mismo instante en el que el tiempo, el espacio y tu existencia expresan la práctica como realización. He aquí el regalo que supone encontrarnos en la Casa Común, en el hogar donde todos los seres se reconocen en un mismo siendo. La alegría del encuentro se produce.

Meditar es una flor de mil pétalos que surge de la vacuidad insondable y a la que únicamente se accede cuando nadie pretende olerla o encontrarla, ni siquiera observarla. Cuando un practicante se entrega así, tal cual es, sin pretensión alguna, sobreviene la sintonía universal de la presencia. El encuentro continuará en cada uno de nosotros, si atendemos a lo fundamental. Es responsabilidad de cada cual cuidar del calor de la conciencia. La luz siempre está ahí, si bien somos los únicos directores del momento presente.

Según lo dicho, la meditación no se puede encapsular o limitar al lenguaje de lo ordinario, llenándola con ideas, palabras y conceptos sobre lo que es o no es. Por eso, el Budha habló del camino del corazón. La práctica meditativa representa esa coherencia interna, tan hermosa y reveladora, que expresa lo que somos en verdad.

Está en tus manos habitar este espacio de lo íntimo y recogerte en él. Verás que la no dualidad, la empatía universal y el verdadero amor se hacen visibles en el otro. Abrirte es constatar que todo sucede en un mismo siendo. Esta es la virtud de la sabiduría que nos lleva a la orilla del despertar.

Vibra en el silencio luminoso y en esta expansión de la conciencia.

Denkô Mesa