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Comentarios al Sutra de la Gran Sabiduría (Maka Hannya Haramita Shingyô)

El Dharma del Buda se manifiesta de forma ininterrumpida desde hace milenios. Se viene compartiendo en la intimidad del ser, trascendiendo el paso de los tiempos y actualizándose con una fuerza extraordinaria en el presente. Así como no hay límites en los cielos abiertos, los anchos mares, los bosques con sus verdes praderas y las altas montañas, en el lenguaje y sabiduría del corazón no caben las distancias. Memorable fue aquel momento en Rajgir, en el Pico de los Buitres, donde el eco del silencio se hizo tan presente… Fue un simple movimiento, una flor que giraba entre los dedos del maestro, una sonrisa compartida.

El legado espiritual de nuestros predecesores ha quedado recogido en obras de una altura inigualable. Concretamente, lo observamos en los vastos textos dedicados a la Prajñaparamita, cuyas enseñanzas fueron expresadas en más de 8.000 versos y tratadas especialmente en la escuela Mādhyamika con el maestro Nāgārjuna a la cabeza. Luego, con el paso del tiempo, derivó en el llamado Sutra de la gran sabiduría (Hannya Shingyô en jap.), un texto común en todos los rituales de la tradición zen.

En los libros antiguos, las definiciones de la perfección de la sabiduría son relativamente raras, y esto es muy comprensible, pues, en realidad, la experiencia a la que se alude, no puede ser captada ni con los conceptos de la mente ordinaria, ni tampoco sin ellos. Por esta razón, en el mencionado sutra encontramos una secuencia repleta de negaciones:

No hay nacimiento, ni comienzo, ni pureza, ni mácula, ni crecimiento, ni disminución. Por eso, en la vacuidad, no hay ni forma, ni agregados, ni ojo, ni oreja, ni nariz, ni lengua, ni cuerpo, ni conciencia. No hay color, ni sonido, ni olor, ni gusto, ni tacto, ni objeto de pensamiento. No hay sabiduría, ni ignorancia, ni ilusión, ni cese de la ilusión, ni decadencia, ni muerte, ni fin de la decadencia, ni cese del sufrimiento. No hay conocimiento, ni provecho, ni no provecho.

No es lo mismo comprender que entender. Esto es importante. Para no dejarse atrapar por las redes del intelecto pensante, la tradición budista se ha caracterizado desde siempre por una transmisión que va más allá de las palabras. Por esta razón, se habla de la meditación como una experiencia de trascendencia y liberación de eso que nos creemos ser. El Buda dijo:

Para entender todo, es necesario olvidarlo todo.

 

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EL SILENCIO LUMINOSO DE LA MEDITACIÓN

Todo pulsa instante tras instante. Todo fluye en relación. La armonía se expande naturalmente y en cualquier rincón estamos capacitados para observar cómo esta verdad se hace única. Tener la oportunidad de abrirnos a la vida en esa contemplación inaudita de lo eterno y hacerlo en la intimidad del corazón, compartiendo este camino con otros compañeros, es una bendición tremenda. ¡Qué dicha este transitar al sentirnos vivos en cada inspiración y en cada espiración! Este es el Dharma de la talidad.

Cuando nos recogemos en el silencio luminoso de la meditación, nos abrimos a una vivencia que no puede ser catalogada con conceptos, ideas o ficciones pretendidas. La práctica es una invitación a sentir la sonoridad de lo auténtico. En una postura firmemente enraizada en la tierra, con la ternura y la suavidad dándose al mismo tiempo, acontece la postura noble y enérgica mediante la cual la respiración fluye de forma tranquila y generosa. De esta manera, la estabilidad y la presencia te van envolviendo con dulzura y, a través de ella, contemplas con gozo y ecuanimidad la vivencia de lo Real.

Los centros de práctica recogen este legado. Son espacios donde el lenguaje de lo sagrado se hace visible, lugares de culto donde se realiza la Vía, esto es, rincones que ofrecen condiciones favorables para que se produzca la apertura al aprendizaje y al autoconocimiento. Los centros de meditación son un buen referente que muestran cómo estamos y nos sentimos. En ocasiones, atravesamos la ciudad para ir a sentarnos en compañía, si bien pareciera que acudimos a la llamada de lo interno con precipitación, haciéndolo desde la prisa, llevados por el fuego de la ansiedad y nos peleamos con el tráfico urbano, con el no llego a tiempo o con el y si no encuentro aparcamiento.

Sin embargo, una vez que estás establecido en la postura, sentado sin apenas darte cuenta, bien enraizado entre el cielo y la tierra, observando el ritmo de la vida, el clamor de la ciudad con todos los ruidos que conlleva, poco a poco te relajas, concentras, abres y observas de manera receptiva. Todo se va ordenando y permaneces asentado en un profundo silencio sonoro. En ese instante eterno reposas sobre una quietud diamantina. Desde ahí te observas de nuevo.  Ahora tienes una perspectiva de cómo fue el impulso que te acercó al momento presente y brota un sentimiento de serena alegría que fructificará en forma de conciencia en un futuro aún por venir. Todo se funde en un mismo instante en el que el tiempo, el espacio y tu existencia expresan la práctica como realización. He aquí el regalo que supone encontrarnos en la Casa Común, en el hogar donde todos los seres se reconocen en un mismo siendo. La alegría del encuentro se produce.

Meditar es una flor de mil pétalos que surge de la vacuidad insondable y a la que únicamente se accede cuando nadie pretende olerla o encontrarla, ni siquiera observarla. Cuando un practicante se entrega así, tal cual es, sin pretensión alguna, sobreviene la sintonía universal de la presencia. El encuentro continuará en cada uno de nosotros, si atendemos a lo fundamental. Es responsabilidad de cada cual cuidar del calor de la conciencia. La luz siempre está ahí, si bien somos los únicos directores del momento presente.

Según lo dicho, la meditación no se puede encapsular o limitar al lenguaje de lo ordinario, llenándola con ideas, palabras y conceptos sobre lo que es o no es. Por eso, el Budha habló del camino del corazón. La práctica meditativa representa esa coherencia interna, tan hermosa y reveladora, que expresa lo que somos en verdad.

Está en tus manos habitar este espacio de lo íntimo y recogerte en él. Verás que la no dualidad, la empatía universal y el verdadero amor se hacen visibles en el otro. Abrirte es constatar que todo sucede en un mismo siendo. Esta es la virtud de la sabiduría que nos lleva a la orilla del despertar.

Vibra en el silencio luminoso y en esta expansión de la conciencia.

Denkô Mesa

 

La Joya de la Sangha

“Las flores del Dharma hacen girar las flores del Dharma”, cuentan que escribió Giun, quinto abad del monasterio de Eiheiji.  Una vez escuché decir a mis maestros que un practicante del Dharma mira al mundo como un mandala y a los seres que lo habitan como las deidades del mandala. Esto lleva a ver la vida como un acontecimiento extraordinario en sí misma, sucediendo por la interacción de múltiples causas y desplegándose en una miríada de fenómenos que se presentan nuevos, limpios y frescos a cada momento. Si hay algo permanente es el cambio. Sucede lo mismo con la Sangha, se renueva practicante a practicante, generación tras generación desde hace 2600 años, haciendo que siga girando la flor del Dharma. Sin ella no sería recordado ni el Buddha ni transmitido el Dharma.

La vida es sagrada, los seres son sagrados, las Tres Joyas también son sagradas y un lugar fiable de Refugio. Decimos tomamos Refugio en el Buddha, tomamos Refugio en el Dharma, tomamos Refugio en la Sangha y lo hacemos hasta el Despertar, para el bien de todos los seres. Esto no son meras palabras, son una intención, una determinación, un compromiso para con la vida misma y una llamada al servicio. Podemos plantear que hay un Refugio primigenio y fundamental en el Buddha Sakyamuni, el Dharma por el enseñado y en la Sangha por el creada. Luego hay un aspecto interno del Refugio, nos refugiamos en nuestra propia conciencia búdica, en la interiorización de la enseñanza como vía de transformación y reconocimiento de nuestra conciencia despierta y sabia, y en la Sangha como manifestación viva y apertura interna a quienes siguen las enseñanzas derivadas de Sakyamuni, sin exclusión alguna y en un sentido de fraternidad y solidaridad general. Algunos dicen que hay una sangha diferente entre los ordenados o no, los realizados o no, pero en sentido interno no es así, si se ve al Buddha en todos los discípulos y las Tres Joyas en cada una de sus diversas líneas y practicantes. No podemos hacer distinciones, el Buddha no las hacia, hay un hilo en nuestros corazones que nos lleva a una misma fuente, Sakyamuni. En esta Sangha hay una característica, tal y como transmitía el propio Tathagata “el apoyo mutuo y fortalecimiento del esfuerzo unos de otros, observando las reglas con decencia, siendo cariñosos, respetuosos y hospitalarios, actuando y obrando con honestidad y justicia, fraternidad, bondad, generosidad y caridad. Es decir, vivir con rectitud haciendo el bien. Podría decirse que, como practicantes del Dharma, al tomar Refugio y los Preceptos expresamos realmente el verdadero sentido de la fraternidad humana.

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Creando paz, dejando de juzgar y culpar

Todos hemos sido heridos, decepcionados, traicionados, tal vez incluso abusados. A veces, la persona que nos daña es alguien a quien amamos; en otras ocasiones puede ser una institución como nuestro empleador o nuestro gobierno; otras veces, nos maltratamos a nosotros mismos. Independientemente de la fuente de nuestro dolor, reaccionamos instintivamente con aversión, tanto como individuos como como comunidades. Nuestro enojo y culpa nos ayudan a sentirnos en control y nos motivan a eliminar la amenaza. Le gritamos a nuestro cónyuge o compañero de trabajo. Nos castigamos a nosotros mismos e incluso declaramos la guerra al enemigo.

El Buda enseñó que, aunque tales reacciones son naturales, en el mejor de los casos solo brindan un alivio temporal e inevitablemente alimentan más reacciones. Al igual que con todos los demás fenómenos, el Buda sugirió que afrontemos la violencia con una presencia compasiva y tolerante. Sin embargo, para muchos de nosotros, hay una pregunta que surge de inmediato: ¿significa esto que debemos ceder y aceptar a la persona que nos ha traicionado, aceptar a quienes dañan o destruyen en nuestro nombre, aceptar nuestros propios comportamientos adictivos? Tal aceptación puede incluso parecer poco ética, como si tuviéramos que dar un paso atrás y presenciar cómo se desarrollan los comportamientos dañinos con imparcialidad. Entonces, ¿cómo reconciliar la aceptación con un mundo violento y lleno de sufrimiento?

Esa es una buena pregunta. Señala un malentendido sobre lo que significa aceptación: no significa permitir que alguien nos haga daño o se lastime a sí mismo. No significa que respaldemos la guerra. Más bien, apela a la capacidad de reconocer claramente lo que está sucediendo dentro de nosotros en el momento presente y de afrontar lo que sentimos y vemos con amabilidad.

Aceptamos nuestra propia experiencia del dolor, el miedo o la ira que surgen como reacción a una circunstancia externa. Solo cuando lo hagamos, nuestras decisiones y acciones podrán ser guiadas por un corazón sabio.

Al profundizar en la atención, probablemente experimentemos miedo: miedo por nuestro mundo, miedo de cómo la violencia y los malentendidos están proliferando, miedo de cómo estamos devastando nuestro hábitat natural. Pero a medida que podemos ofrecer -y ofrecernos- una presencia gentil, el miedo gradualmente dará paso a un notable afecto por la vida, posibilitándonos responder con compasión.

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